-"¿Puedes ver algo?", preguntó Lord Carnarvon.
-"¿Puedes ver algo?", preguntó Lord Carnarvon.
-"Sí, veo cosas maravillosas", respondió Howard Carter.
Un lord inglés y un arqueólogo de ese país, asociados en la egiptología, acababan de hacer un descubrimiento fabuloso, tal vez el más importante en la arqueología en Egipto: la tumba del faraón Tutankamón.
Llevaban años buscando en el valle de los reyes, pero jamás habían hallado nada. Hasta que todo cambió gracias a un escalón en medio del desierto. Fue el 4 de noviembre de 1922.
George Edward Stanhope Molyneux Herbert, o más simple, Lord Carnarvon, era un británico que, por casualidad, consagró su vida a la egiptología. Sufrió una neumonía y los médicos le recomendaron (no había antibióticos, todavía) dejar el mal clima británico. Eligió entonces irse a vivir a Egipto y allí comenzó a financiar y dedicarse a tareas de arqueología. Cansado de años de fracasos, contrató a un compatriota arqueólogo que se ganaba la vida haciendo dibujos de gran calidad sobre investigaciones del antiguo Egipto.
Como todos los egiptólogos, tenían una idea que los desvelaba: hallar la tumba de Tutankamón, el faraón de la decimoctava dinastía, hijo de Akenatón, quien impuso en Egipto la religión monoteísta, alabando a Rá, el dios Sol. Tutankamón reinó muy poco, murió a los 18 años, pero siempre se creyó que su tumba estaba colmada de preciosos elementos y oro. Otros sepulcros de los faraones fueron saqueados a lo largo de 3.000 años, pero esta tumba nadie pudo encontrarla. Hasta de 4 de noviembre de 1922.
Desanimado, Lord Carnarvon había dejado la zona de las excavaciones mientras Carter seguía la tarea. A esa altura ya se estaban acabando los recursos aportados por el lord inglés.
Carter escribió en sus memorias algo similar a la calma que precede a las tormentas, pero esta vez, con una noticia extraordinaria. Era la excavación conocida como KV62.
"Al llegar al lugar de las excavaciones, un silencio único me hizo comprender que algo único había sucedido", escribió el arqueólogo.
De pronto, alguien halló un escalón en medio de la arena del desierto. Una leyenda dice que fue el niño que llevaba tinajas de agua al apoyarla sobre el suelo del desierto. Incluso hoy en día, sus descendientes mantienen un improvisado museo en memoria del ilustre antepasado.
Pero lo cierto es que Carter comenzó a excavar y llegó así a 16 escalones que bajaban sobre el desierto hasta chocar con una puerta. Tenía un sello, pero no era el del faraón. Carter no se desanimó. Abrió esa puerta que lo condujo a un corredor de unos diez metros y luego otra puerta.
Allí reconoció el sello de Tutankamón en la entrada. Estaba en el lugar al que nadie había podido llegar. Volvió a cubrir todo con arena hasta la superficie y le envió de inmediato un telegrama a Lord Carnarvon con la novedad. Este le pidió que no hiciera nada hasta que viajara. Carter cumplió. Tres semanas más tarde, el financista llegó acompañado por su hija Evelyn.
El 23 de noviembre de 1922, desandaron los pasos dados por Carter. Los tres llegaron hasta esa segunda puerta. Tenía una rotura en la parte superior izquierda. Temieron que también hubiese sido profanada y esa violación mantenida en secreto, pero no se desanimaron.
Carter tomó una vela para comprobar que el aire no estuviera viciado. Entonces la pasó del otro lado del hueco. Lord Carnarvon le preguntó ansioso si podía ver algo. Cuando su vista se acostumbró a la escasa iluminación de la vela ,dijo: "Veo cosas maravillosas". Pero no era la tumba del faraón.
Con mucho cuidado abrieron la puerta y quedaron ante una pequeña cámara que estaba repleta de ofrendas y pertenencias del faraón. Muchas de oro. Había tres camas que utilizó Tutankamón, ornamentos, arreglos personales y vasijas. Más de 1.000 piezas, el tesoro más completo de un faraón jamás hallado. Carter tenía otra virtud para ser arqueólogo: era extremadamente prolijo y meticuloso, por lo que hizo un exacto catálogo de todo lo que tenían delante de sus ojos. Pero faltaba lo más importante: la tumba del faraón. Y por supuesto la hallaron, no sin un arduo trabajo.
La tarea se hizo lentamente. El 23 de noviembre de 1922 habían llegado Carnarvon y su hija. Pero solo cuatro días más tarde pudieron entrar en la sala más asombrosa de la arqueología. Dos estatuas de tamaño natural que parecían custodiar un muro sellado tras el cual se ocultaba la cámara funeraria del faraón. Sin embargo, una rotura reparada parecía ser indicio de una profanación.
Tuvieron que esperar tres días más para conocer qué había allí realmente. El 29 de noviembre de 1922, con las autoridades egipcias presentes, ingresaron a la sala del faraón.
Carter halló una primera "capilla" de madera con los símbolos de Tutankamón. Luego otra más pequeña y finalmente otra más. Cuando abrió la última quedaron ante lo que sería el mayor descubrimiento para la egiptología: la tumba de Tutankamón, que también demandó esfuerzo y tiempo.
Lord Carnarvon falleció el 5 de abril de 1923, apenas cinco meses después del descubrimiento del primer escalón que conducía a la tumba. Carnarvon fue picado por un insecto y se enfermó. Pero además, se produjo un corte al afeitarse y por la picadura se infectó y terminó sufriendo una neumonía. Como ya dijimos, faltaban décadas para que Fleming inventara la penincilina, por lo que murió antes de ver la momia de Tutankamón y su máscara de oro.
La sala del cofre es la única totalmente decorada con las figuras de los dioses egipcios, como Anubis, el guardián de las tumbas. En tanto, diosas en forma de aves con las alas desplegadas cubrían cada ángulo de la primera capilla.
La primera protección de la momia del faraón era una caja de piedra de dimensiones como un prisma rectangular. La tapa no coincidía perfectamente con la base, como si fuera de otro faraón, o como si la muerte tan temprana de Tutankamón obligó a cumplir con un rito de manera apresurada.
Al retirar esa tapa quedó al descubierto la primera de las obras maestras de la egiptología: el sarcófago (con forma antropomórfica) de madera y oro. Como si fuera una caja tradicional rusa (las "matrioskas" o mamushkas") dentro de ese sarcófago había otro apenas más pequeño, también de madera y de oro. Y luego, otro más, ornamentado, decorado y con oro para sorpresa de Howard Carter. Hasta que llegó a poder contemplar a la momia del faraón.
Para estupor del arqueólogo británico, la cara de la momia no estaba visible. Una gran máscara de oro macizo la recubría por entero. Con los rasgos de la cara del faraón y sus ornamentos y atributos del alto y el bajo imperio. De nuevo, todo en oro, con detalles de las formas (ojos y demás) en lapislázuli, obsidiana y cuarzo, entre otros minerales.
La máscara pesa en total 10 kilos, aunque vale resaltar el detalle: son 10 kilos de oro.
El trabajo de llevar todo a Luxo y a El Cairo demandó 10 años. En todo ese tiempo hubo que desarmar varias piezas para poder sacarlas por el estrecho pasaje hallado el 4 de noviembre de 1922. Las camas, por ejemplo, y varias de las ornamentaciones y estatuas que acompañaban la estancia del faraón.
En posteriores arreglos que se hicieron a la tumba, se decidió llevar allí a la momia de Tutankamón. Su cara está ennegrecida y sin los rasgos completos por el proceso de momificación al que fue sometido. Sus dedos de las manos y de los pies tenían unas cubiertas de oro para completar la anatomía corporal de la momia.
Pero lo más fascinante, la máscara de oro del faraón, está en el museo de El Cairo. Es un patrimonio de la humanidad y un símbolo de Egipto. Permaneció intacto durante 3.000 años. Un verdadero milagro ante el saqueo del valle de los reyes durante siglos.
Gracias a un escalón, hallado hace 101 años, la humanidad puede admirar esa maravilla, elaborada por otros seres humanos, para homenajear eternamente a su faraón.