La marcha iba a paso tan lento como el esperado, en un día que tenía el clima que alguna vez se pensó que tendría: ni frío, ni calor. El de la campera de Huracán de a cuatro filas para adelante no le importó cuando el Sol asomó como un mimo para tanta pesadumbre. Tampoco chistó por el viento, ese hincha de Los Andes que no abrió la boca en todo el primer tramo.
Y en la quietud de los cuerpos, las que se empezaron a mover fueron las almas. Luego de secarse las lágrimas, y cuando ya el reloj había pasado los treinta minutos de las seis, el que tomó el protagonismo de La Banda de los chicos (nombre que se autoimpusieron los cinco hinchas de equipos de ascenso que compartían espacio) fue Nicolás. Vestido con una camiseta de Colegiales, que en su tela denostaba muchos pasajes por el lavarropas, se secó las lágrimas y empezó a soltar su historia. Directo. Al hueso. Nada de preámbulos. "Yo no soy tan fanático del Diego como ustedes. Perdonenmé. Pero vine a cumplirle la promesa a mi hermano Juan que falleció hace tres años y era más fanático que todos ustedes juntos", soltó y se sacó la mochila de mil kilos de encima.
Las canciones que se empezaban adelante, allá cerca de la puerta de la Casa Rosada, no llegaban hasta atrás. Y las de atrás tampoco lograban meterse con fuerza, como para sonar allá a casi doscientos metros. “El que no salta es un inglés” era la más repetida, pero no levantaba al público. ¿Y en el mientras tanto? Se escuchaban a todos los vendedores que ofrecían desde flores a 150 pesos, pasando por chipá a dos por 100, cerveza a 150 la lata y el humo característico del choripan o hamburguesa correspondiente.
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Crónica de una despedida inesperado.
Crónica de una despedida inesperado.
Con el correr de los minutos, el ánimo iba subiendo. Ya la fila había doblado la Plaza de Mayo, y entrado en la recta final. Las primeras risas contagiosas se evaporaron cuando un grupo de hinchas de Racing, que había pasado la noche en vilo y ya había podido despedirse. Fue un vaticinio tan obvio como desolador: “Lo único que les digo es que van a llorar mucho”.
Los pasos fueron cada vez mas seguidos y la valla policial estaba a cincuenta metros. Los disturbios que había en el frente solo llegaban a los oídos por medio de llamadas telefónicas de familiares preocupadas por lo que mostraban las teles. Si el ánimo era poco animado, en los últimos metros de la vigilia el silencio era sepulcral. Se avecinaba el saludo final.
Pasado los cacheos, los únicos dos pedidos de la Policía antes de entrar a la Casa Rosada fueron barbijo bien puesto y celular guardado. Los pasos dejaron de ser automáticos, para transformarse en los últimos de un camino que ninguno de los miles que estuvo ahí durante todo el día quiso dar. El destino quiso que la despedida dentro de la Casa Rosada durara diez segundos. Ese fue el tiempo que pasaba desde que la fila puso un pie en su capilla ardiente hasta que se despidió sin decirle otra cosa que gracias.