Fordow, en las afueras de Qom, está completamente enterrado bajo una montaña. Desde el exterior, las colinas áridas no insinúan lo que se oculta debajo: una planta de enriquecimiento de uranio a más de 80 metros de profundidad, excavada en roca. Revelada en 2009 por inteligencia occidental, Fordow es hoy emblema del secretismo del régimen, casi invulnerable a bombardeos convencionales.
Natanz, en el centro del país, opera como núcleo del enriquecimiento de uranio. Aunque parte de sus instalaciones son visibles en superficie, una compleja red subterránea fue añadida luego de sabotajes reiterados, como el ataque con el virus Stuxnet o explosiones internas. En abril, Israel aseguró haber destruido una planta subterránea en el complejo.
Arak, o más precisamente Khondab, aloja el reactor IR-40, diseñado para producir plutonio mediante agua pesada. Aunque nunca estuvo operativo, su estructura permanece en pie, aislada entre colinas y lejos de ciudades. Según informó Israel, el reciente ataque a ese punto buscó inutilizar su núcleo inactivo y evitar una eventual reactivación.
Esta dispersión —ya sea en altura, bajo tierra o entre montañas— responde a una doctrina centrada en la continuidad operativa. Si una planta es destruida, otra puede seguir funcionando. Si una es descubierta, otra permanece oculta. El sistema está pensado para resistir, adaptarse y mantenerse en marcha aún bajo múltiples ataques.
El velo del secreto
El otro componente estructural del programa nuclear iraní es la opacidad. Aunque Irán adhiere al Tratado de No Proliferación Nuclear, su cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica ha sido errática, con restricciones de acceso a instalaciones, demoras en la entrega de datos y falta de claridad sobre los niveles reales de enriquecimiento.
La tensión se agravó en 2018, cuando el gobierno de Donald Trump decidió retirar a Estados Unidos del acuerdo firmado con Teherán tres años antes. Ese pacto, el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA), había impuesto límites técnicos al programa —como la remodelación del reactor de Arak y un techo estricto al enriquecimiento— bajo supervisión internacional.
La respuesta iraní fue endurecer su postura: reactivó partes sensibles de su infraestructura, restringió la actividad de los inspectores y elevó el nivel de enriquecimiento. El resultado es un programa que se mueve en la penumbra, sin controles efectivos ni garantías, y con cada vez mayor capacidad técnica, en una región atravesada por tensiones crecientes.