La discriminación racial importa toda distinción, exclusión o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto menoscabar el igual reconocimiento de los derechos de las personas.
Por eso, todo acto que pretenda ser calificado de discriminación racial exige un mínimo de tal entidad, por un lado, y la intención –o dolo, como afirmamos en el plano jurídico- de segregar o excluir derechos de una o un grupo de personas, por el otro.
No alcanza entonces con que una persona –aunque sea un grupo destinatario- se haya sentido moralmente “ofendida”, en este caso por una canción en el marco de un festejo transmitido por la red social Instagram.
Reducir esas exigencias equivale al reclamo de un Estado evaluador de las sensaciones, totalmente contrario a lo que los derechos humanos fomentan. En otras palabras, sería demandar la presencia de un Estado evaluador del pensamiento, propio de la parodia de George Orwell.
Dicho todo eso, no se debe permitir la banalización de la segregación racial, de la propaganda basada en la superioridad de un grupo de personas por sobre otra, ni del odio racial y la discriminación racial que son verdaderos hechos injustos, condenables y por sobre todo peligrosos.
En concreto, la discriminación racial es un problema que debe ser tomado seriamente.
Si bien es perfectamente posible identificar hechos de incitación al odio y la violencia racial de modo verbal, esta debería tener por fin –para ser legalmente atendible- atacar, estigmatizar, estereotipar o caracterizar sobre la base de la raza, el color, la ascendencia y el origen nacional o étnico, según lo afirmó el propio Comité Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial (sesión del año 2005).
Argumentar lo contrario no es otra cosa que debilitar el flagelo de la discriminación racial, y el problema que causa tal debilidad sería doble.
En primer lugar, le quita trascendencia a hechos graves que realmente merecen atención y ser combatidos. A modo de ejemplo y en Argentina, entre otros móviles discriminatorios, la religiosa, por edad o incluso por motivos políticos, del que poco se habla y recientemente advirtió el Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
Como se sabe, cuando a todo se lo intenta calificar como grave, al final nada es tan grave.
En segundo lugar, porque es contraproducente. Pretender calificar un canto de pasión deportiva –aún con comentarios sobre la nacionalidad de profesionales del fútbol- como de contenido discriminatorio racial acrecentaría el papel de la autoridad sancionatoria a una punición que excede lo razonable.
Debe decirse que Angola, que hasta 1975 fue colonia portuguesa, Francia y Portugal -y sus ciudadanos- merecen la misma igualdad en reconocimiento de derechos.
La paradoja de todo esto es el efecto que Enzo Fernández parece lograr a partir de la viralización y tendencia del episodio en las redes.
Sin haber cometido un acto de discriminación racial, el asunto se volvió un popular llamado de reflexión en todo el mundo, incluso en las latitudes donde lamentablemente esto resulta habitual.
Para concluir y en Argentina, también es una buena oportunidad para renovar el compromiso en un país que no sufre problemas estructurales de discriminación racial.
Que no nos hagan creer que sí la padecemos, ni mucho menos importemos ese flagelo.
(*) Christian Alberto Cao, es Doctor en Derecho (Universidad Complutense de Madrid) y Catedrático en Derecho (Universidad de Buenos Aires).