Fue un sábado 30 de abril de 1977, a primera hora de la tarde, cuando Azucena Villaflor De Vicenti se encontró con otras mujeres que, desesperadas, buscaban a sus hijos desaparecidos por la última dictadura cívico militar.
Fue un sábado 30 de abril de 1977, a primera hora de la tarde, cuando Azucena Villaflor De Vicenti se encontró con otras mujeres que, desesperadas, buscaban a sus hijos desaparecidos por la última dictadura cívico militar.
Desde ese día, la búsqueda incesante nunca paró y, con el tiempo, se transformó en un movimiento replicado en todo el mundo que terminó simbolizando la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
Las primeras madres sumaban un grupo de catorce.
Con miedo y timidez lograron presentarse. Una por una, cálidamente. A la figura de Azucena se sumaron Josefa “Pepa” de Noia, Raquel Radío de Marizcurrena, Beatriz de Neuhaus, Delicia de González, Raquel Arcusín, Haydee de García Buela, Mirta de Varavalle, Berta de Brawerman, María Adela Gard de Antokoletz y sus tres hermanas, Cándida Felicia Gard, María Mercedes Gard y Julia Gard de Piva.
A las pocas semanas, las “Madres” ya eran más de trescientas y, como la presencia en la plaza central de la Capital Federal era muy ruidosa y visible, la dictadura le colgó el mote de “las locas de la Plaza”.
Ese grupo compacto sufrió una filtración siniestra a los pocos meses de fundarse.
Entre septiembre y octubre de 1977 aparecía muy seguido por la iglesia Santa Cruz, punto de encuentro de las “Madres”, un joven muchacho con ojos azules y fino cabello rubio. Decía ser el hermano de un desaparecido. Decía estar desesperado buscando información sobre su destino y otras tantas mentiras.
Sus modales y apariencia despertaban confianza y ternura. Poco a poco le permitieron participar de reuniones más chicas. Incluso, integró asambleas donde se discutieron los pasos a seguir en la búsqueda de información sobre el paradero de cientos de jóvenes buscados.
Entre las “Madres” y ese muchacho entrador, solían estar presentes las monjas francesas Alice Domon y Leonie Douquet.
A nadie podía cruzársele por la cabeza que ese joven que se presentó como Gustavo Niño era en verdad el Capitán de Fragata Alfredo Astiz, y mucho menos podía saberse que era un infiltrado del grupo de inteligencia 3.3.2 de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el mayor centro clandestino de tortura que funcionaba en la Argentina.
A Astiz, también, solía pasearse junto a las “Madres” cada jueves cuando realizaban sus rondas frente a la Casa de Gobierno.
Ya con la tarea de inteligencia completada, el 8 de diciembre, Astiz marcó a quienes serían los objetivos de una cacería desatada. Ese día, la patota de la Esma, se llevó a las madres Esther Ballestrino de Careaga, María Ponce, junto a Angela Auad, Remo Berardo, Raquel Bulit, Horacio Elbert, Julio Fondovilla, Gabriel Horane, Patricia Oviedo y la monja francesa Alice Domon.
A los pocos día, Astiz completó su redada secuestrando a Azucena Villaflor, fundadora de las “Madres”. Esta última captura fue con el territorio liberado garantizado, en plena calle, a la luz del día, antes varios testigos.
Pasaron 45 años de aquella primera manifestación histórica y hoy Astiz está preso y condenado dos veces a prisión perpetua por los crímenes cometidos por el grupo de tareas 3.3.2 de la ESMA, entre ellos la desaparición de las “Madres” y las monjas francesas que lo recibieron cuando el genocida se hacía pasar por ese joven amable de ojos azules y fino cabello rubio.