Mientras se extienden indefinidamente las medidas de confinamiento obligatorio, no hay un afuera donde situar al cuerpo y percibir la existencia física del otro. La amenaza omnipresente del virus nos ha vuelto a todos potenciales cómplices de homicidio. Trasladarnos sin autorización del gobierno, abrazar a un amante o a un amigo, tocar un picaporte sin guantes o respirar sin barbijo se convirtieron en actos de rebeldía y sedición.
El único contacto permitido con el exterior está mediado por los medios masivos de comunicación y por las redes sociales. De acá a la China, las empresas de tecnología que dominan Internet, consolidan su poder como garantes del orden social asegurando el único contacto permitido con el mundo exterior.
Asediados por las recomendaciones de expertos, obedecimos mansamente las órdenes de las autoridades y renunciamos en nombre del bien común a nuestros derechos elementales de libre circulación y asamblea. Resignados, aceptamos con disimulado entusiasmo el desafío de hacer una pausa y clausurar las puertas por las que solemos escapar cada mañana para mantener la rueda del consumo en movimiento.
El virus COVID-19 necesita tiempo para cumplir su ciclo de vida y muerte. ¿Cuánto tiempo? No sabemos. El universo marca el paso, imponiendo su propio ritmo, el del planeta, el del virus, el nuestro.
El futuro siempre será incierto y el fin siempre estará cerca, pero nos reconfortábamos creyendo que no era así. Aquí y ahora nos vemos forzados a abrazar la inestabilidad y la incertidumbre como el estado permanente del mundo en el que vivimos.
Mientras unos aprovechan para explorar la interioridad, meditar, hacer un curso online, o mirar una serie en Netflix, puertas adentro, otros se deshacen en conflictos intrafamiliares, violencias inclasificables, soledades, desesperación, angustia y hambre.
Nadie sabe cuál será el valor de mercado que tendrá el tiempo de cada uno de nosotros cuando el virus haya cumplido su misión, dejando un tendal de muertos y cientos de millones de personas sin fuente de ingresos. ¿Cuánto valdrá el tiempo de un enfermero?¿Cuánto valdrá el tiempo de un maestro? ¿Lo fijará el mercado? ¿El Estado? ¿O un algoritmo?
El cese casi total de las actividades que ocupaban un lugar central en nuestra vida diaria, nos convoca a la reflexión individual y a una toma de consciencia colectiva sobre el sistema de organización política, económica y social. Los límites físicos e imaginarios, que antaño funcionaron como barreras de contención y exclusión, no sirven para contener el avance de una pandemia. Las fronteras que separan a los pueblos, como la piel que protege a nuestros cuerpos, se tornan inútiles frente a un simple virus.
El mundo, infinito hasta hace unos instantes, se redujo violentamente a escasos metros de confinamiento obligatorio. Pero al mismo tiempo, la crisis epidemiológica está ampliando nuestra mirada, poniendo en evidencia que el destino de toda la humanidad está entrelazado. Por primera vez el término “mundial” abarca a todo el planeta, no solo a un puñado de países que se embarcan en una guerra o disputan un torneo de fútbol. Ojalá esta experiencia nos sirva para sepultar de una vez y para siempre la falsa dicotomía entre “integración” y “aislamiento”. La humanidad siempre fue y será una sola. Quizás recién ahora, estemos preparados para entenderlo y obrar en consecuencia.