Tras debatirse entre ser sacerdote diocesano o entrar a una orden, eligió la vida religiosa en la Orden de San Agustín, atraído por su énfasis en la unidad y la enseñanza comunitaria. Fue ordenado sacerdote en Roma en 1982 y más tarde pasó varios años como misionero en el Perú, donde recorrió la selva, la sierra y la costa, desempeñando múltiples roles pastorales. El vínculo con el país fue tan profundo que incluso se nacionalizó peruano.
Prevost ascendió en la estructura agustina hasta convertirse en prior general de la orden a nivel mundial. Luego regresó al Perú, esta vez como obispo de Chiclayo, una de las diócesis más grandes del país. Desde allí, su perfil fue creciendo hasta ser convocado por el papa Francisco para liderar el Dicasterio para los Obispos, el organismo que elige a los nuevos prelados en todo el mundo. Más tarde, se le confió también la Pontificia Comisión para América Latina.
El nuevo Papa fue elogiado por su compromiso con la obediencia y la misión eclesial. Él mismo reconoce que ese voto, más que el celibato, es el que más le ha exigido. “De joven, te será más difícil vivir el celibato. Pero más adelante, verás que vivir la obediencia es lo más difícil”, le dijo una vez un sacerdote anciano. Y lo comprobó.
Pese a sus altas responsabilidades, Prevost mantiene una imagen cercana. En una entrevista reciente reveló que, aunque su agenda no le deja mucho tiempo libre, disfruta del tenis: “Me considero un tenista bastante amateur”, dijo con una sonrisa. Hoy, con la elección papal, su agenda se volverá aún más exigente, y difícilmente tendrá tiempo para practicar su revés. Pero queda claro que su pontificado arrancará con energía, disciplina... y vocación de equipo.