Los oficialistas tomaron el centro de la plaza; los opositores, más numerosos, giraban a su alrededor. Parecía un ring de box donde el campeón toma el centro y resiste los embates del retador que bailotea en derredor suyo. “Ahí vienen los pitucos a gritar giladas”, vociferaban los oficialistas. “Ahí están los vagos y bien pagos para defender al inútil”, contestaban los otros.
Bastaba una chispa para que el desborde se produjera e imitara las escenas del martes anterior, cuando los incidentes y los destrozos avizoraban un desenlace inminente para un presidente que desde el Palacio Pizarro veía cómo su declarado toque de queda se hacía pedazos contra la realidad.
La causa de este estallido social modelo 2022 hay que buscarla en los bolsillos del pueblo, pero la causa profunda de esta crisis sin final aparente hay que buscarla en la política. En efecto, un alimento tan básico como el pollo aumentó 100 por ciento en cuestión de semanas; la gasolina, 30 por ciento en pocos días; el arroz, 40 por ciento, y así varios productos más de la canasta básica.
Para un pueblo que en su mayor parte vive en la informalidad, que no le sobra nada, y que desde hace décadas no sabe qué es la inflación, estos aumentos son mazazos al dedo gordo del pie. Las enormes mayorías populares que apenas llegan a cubrir sus necesidades básicas, cuando lo logran, sufren impávidas una situación que los tapa como una ola gigante del frío Pacífico.
Justamente, ellos fueron quienes le dieron su voto de confianza a Castillo. Y Castillo les dice que todo esto es “por la guerra en Ucrania”. Una explicación que no les alcanza: “¿No va a hacer nada por nosotros presidente; por nosotros que confiamos en usted?”.
A Castillo lo jaquea la falta de confianza de los propios, sumado al accionar de los ajenos, que se hace sentir en las calles. En la marcha del sábado los carteles y los gritos de los opositores eran elocuentes: “O lo sacan ustedes, o los sacamos a todos”. El mensaje iba dirigido al Congreso.
El parlamento en Perú tiene la herramienta de dejar en vacancia el cargo presidencial por ineptitud moral. Castillo aun resiste esa jugada pero, ¿hasta cuándo? Si las calles siguen ardiendo en Lima como en el interior del país; si la violencia se desmadra y se sigue cobrando víctimas, el jaque mate será inevitable.
Ahora, muerto el perro, ¿se acabó la rabia? La crisis profunda del Perú es una crisis de representatividad política. Está quebrada la relación entre clase política y sociedad. Y esa sensación que se respira en cada feria, en cada restorán, en cada taxi, en cada bus de Lima tiene una palabra que la motiva: corrupción. “Estamos hartos de que roben y nos roben. Son todos ladrones”.
La frase se reitera como un eco interminable. Los casos de corrupción tocaron a presidentes, ministros y congresistas de todos los colores políticos desde hace años a esta parte.
Y nadie le pone el cascabel al gato. “Obras sin corrupción”, dice el cartel. Casi nadie lo lee. Casi nadie le cree. Es que ayer fue Kuczynski, luego fue Vizcarra, más tarde, Merino, mañana sea tal vez Castillo. La confianza se esfuma; la paciencia se agota. Si es que no se agotó ya. Por eso, aquí y ahora, en estas furiosas horas en la Lima virreinal, ruge sin parar el “que se vayan todos”; un 2001 cada día.