Para mantener el secreto en la era digital, el Vaticano se tomó el asunto muy en serio. Durante el último cónclave, en 2013, cuando fue elegido el Papa Francisco, se aplicaron medidas extremas: se prohibió el ingreso de celulares, notebooks, relojes inteligentes, grabadoras, cámaras y cualquier otro dispositivo que pudiera grabar, transmitir o recibir información.
Los cardenales son cacheados antes de ingresar a la Capilla Sixtina y al hospedaje oficial, la Casa Santa Marta. Además, se utilizan inhibidores de señal para bloquear cualquier intento de conexión a internet, telefonía o redes inalámbricas. Incluso se revisan las paredes y techos con detectores de micrófonos ocultos. Nada queda librado al azar.
Como parte del protocolo, todos los involucrados —no solo los cardenales, sino también el personal de cocina, limpieza y seguridad— deben jurar guardar secreto. Cualquier intento de filtrar información puede tener consecuencias muy graves.
El hotel que se convierte en búnker: la Casa Santa Marta
Durante el cónclave, los cardenales se alojan en la Casa Santa Marta, un edificio ubicado dentro del Vaticano que funciona como hotel-residencia. Allí también rige el aislamiento total: no pueden comunicarse con el exterior, ni recibir noticias, ni ver televisión, ni leer diarios. Están completamente desconectados del mundo exterior.
Los movimientos están estrictamente controlados. Solo pueden ir de la Casa Santa Marta a la Capilla Sixtina y viceversa, escoltados por guardias suizos. No hay redes sociales, ni mensajes de WhatsApp, ni llamadas: solo oración, deliberación y votación.
¿Y si alguien rompe las reglas? Las sanciones por violar el secreto
Romper el secreto del cónclave no es una simple falta administrativa. La pena canónica para quien divulgue lo que sucede dentro del proceso de elección papal es la excomunión automática. Y sí, esto incluye tanto a cardenales como a cualquier otro participante.
A lo largo de la historia, hubo rumores de filtraciones, pero muy pocas veces se pudo comprobar algo. La amenaza de la excomunión, sumada al peso simbólico del cónclave, parece ser suficiente para mantener la boca —y ahora también el teléfono— cerrados.