A medida que se acerca el cierre del año, muchas personas comparten la misma sensación: que los meses se esfumaron. Lejos de ser una ilusión colectiva, la ciencia explica por qué el cerebro percibe el paso del tiempo de manera distinta
Cada diciembre se repite la misma frase: “¿En qué momento se fue el año?”. La sensación de que el tiempo se acelera no es solo una percepción subjetiva ni una queja generacional: la ciencia tiene varias respuestas para explicar por qué, al llegar a fin de año, sentimos que los meses volaron.
Uno de los factores centrales es la repetición de rutinas. El cerebro mide el paso del tiempo no con un reloj interno, sino a partir de la cantidad de recuerdos nuevos que genera. Cuando los días se parecen entre sí —mismos horarios, recorridos y actividades—, el cerebro “registra menos hitos” y, al mirar hacia atrás, el período parece más corto.
Por el contrario, los momentos con experiencias nuevas, cambios o situaciones intensas tienden a expandirse en la memoria. Por eso, años con mudanzas, viajes o eventos importantes suelen recordarse como más largos.
A medida que pasan los años, cada nuevo período representa una porción más pequeña de nuestra vida. Para un niño, un año es una fracción enorme de su experiencia vital; para un adulto, es solo una parte más de una historia mucho más extensa. Esa proporción hace que el tiempo se perciba como más acelerado con la edad.
Además, el cerebro adulto tiende a automatizar procesos, lo que reduce la cantidad de estímulos novedosos y refuerza la sensación de rapidez.
La neurociencia también señala el rol de la dopamina, un neurotransmisor asociado al placer, la motivación y el aprendizaje. Las experiencias nuevas o emocionalmente significativas activan más este sistema, dejando huellas más fuertes en la memoria.
Cuando hay menos estímulos novedosos, la memoria se vuelve más difusa y el tiempo, en retrospectiva, parece comprimirse.
