Es difícil separar en estos relatos la verdad objetiva de la narración emotiva que aportan los protagonistas. Lo cierto es que los mensajes y audios forman parte de un rompecabezas probatorio que, si se los lee con atención, ofrecen pistas sobre la cadena de decisiones que culminó en la muerte de tres jóvenes. El pedido de tiempo —“dame unas horas, por favor”— aparece como una súplica por posponer lo inevitable: la entrega, la exposición, la asunción de consecuencias que la joven intuía serían severas.
La fiscalía, a su vez, enfrenta la tarea de corroborar todo: las fechas, la trazabilidad de los teléfonos, las cuentas de mensajería, los vínculos entre los detenidos y eventuales terceros. Entre pruebas físicas —restos, fosas, elementos del lugar del hecho— y comunicaciones privadas —mensajes y audios—, se teje la narración judicial que deberá sostener una acusación ante los tribunales. No es un proceso rápido ni lineal: cada testimonio puede abrir nuevas rutas de investigación, contradecir versiones previas o, por el contrario, confirmar hipótesis formuladas por los investigadores.
Del lado de la familia de las víctimas, el impacto es doble: por un lado, el alivio por la detención de sospechosos; por otro, la frustración ante el prolongado encadenamiento de interrogantes. Para los allegados de Brenda, Morena y Lara, las grabaciones de Celeste son una pieza más en un expediente que no sólo judicializa la violencia, sino que también expone la dimensión humana del horror: jóvenes, barrios, vínculos rotos y la estela de dolor que deja un crimen de tal magnitud.
Los investigadores, según fuentes judiciales, tienen ahora la misión de reconstruir quién dijo qué, con qué intención y a qué propósito. La expresión “si yo voy sola, voy a pagar el plato de todo” o la afirmación “él no va a ir” —repetida en varios tramos— son frases que alimentan la hipótesis de que existió una división de roles y de responsabilidades entre los involucrados. Esa fragmentación —mandos, ejecutores, cómplices— es justamente lo que la fiscalía deberá demostrar, paso a paso, en el marco de una investigación que ya tiene a varios imputados y que podría ampliarse.
En paralelo, la causa también registra las estrategias de defensa y las maniobras de quienes están imputados. La madre adoptiva de Celeste intentó, según el expediente, “hacer entrar en razón” a la joven; esos intentos, conmovidos y urgentes, fueron infructuosos. El relato judicial incluye declaraciones de testigos que coinciden en la existencia de tensión y temor. Y mientras la Policía cerraba el perímetro, Celeste insistía en la misma línea: borrar mensajes, ocultar rastros, ganar tiempo.
Los expertos en investigación penal señalan que los mensajes y audios —por haber sido enviados y recibidos horas antes del hallazgo de los cuerpos— pueden revelar intenciones y coartadas. No obstante, la interpretación de ese material requiere cautela: el contexto, los interlocutores y la cadena de custodia son factores decisivos para determinar su valor probatorio. No todos los mensajes equivalen a confesiones; no todas las súplicas son admisiones de culpa. Por eso la fiscalía trabaja con peritos de comunicaciones que analizan metadatos, horarios y localizaciones para ubicar con precisión cada intercambio y su correspondencia con los hechos.
Mientras tanto, la comunidad de Florencio Varela sigue conmocionada. El triple crimen no sólo dejó tres muertes; quebró la calma cotidiana de un distrito, aceleró versiones y alimentó un clima de desconfianza. En los barrios, la noticia corre en voz baja y en las redes; la honda repercusión obliga a los funcionarios a responder, a ordenar medidas de seguridad y a proporcionar explicaciones que, muchas veces, resultan insuficientes frente a la pérdida irreparable.
Policías, fiscales y jueces, por su parte, se enfrentan a la presión de avanzar con la investigación sin sacrificar los recaudos técnicos que aseguren una instrucción sólida. Cada testimonio, cada audio, cada mensaje debe ser catalogado, analizado y puesto en relación con las pruebas materiales. Y en esa operación judicial hay, además, una dimensión moral: la búsqueda de verdad y justicia frente a un crimen que, por su naturaleza y sus consecuencias, exige respuestas contundentes.
La figura del presunto autor intelectual —ese “Pequeño J”— adquiere en este contexto una gravedad particular. Si la fiscalía logra probar su rol de instigador o coordinador, la calificación jurídica podría profundizar la responsabilidad penal. Los mecanismos de prueba serán entonces determinantes: la articulación de testimonios que señalen órdenes, la coincidencia de comunicaciones y el hallazgo de elementos que vinculen a los imputados con los hechos concretos.
En este escenario, los mensajes de Celeste funcionan como un espejo: reflejan miedo, dependencia y la posibilidad de redes de control que exceden a una sola persona. Pero, más allá de la interpretación criminológica, están las voces rotas —las de las familias, las de quienes conocieron a las víctimas— y la insistencia de la sociedad en exigir que la justicia avance. Que se esclarezcan los motivos, que se identifiquen responsabilidades y que la causa llegue a su término con las garantías del debido proceso.
Hoy, con detenidos y pruebas en la carpeta, el caso sigue su curso. La instrucción continúa, las pericias se acumulan y las declaraciones —tanto de imputados como de testigos— prometen seguir sumando fragmentos a la historia que la fiscalía deberá recomponer. En ese entramado, los audios y mensajes de Celeste Guerrero son apenas una de las piezas, pero una pieza que habla —en primera persona— del miedo que precedió a la tragedia. Y en la palabra de esa joven, se condensan no sólo la urgencia de esconder pruebas, sino también la huella de una cadena de lealtades que la investigación ahora intenta desenmarañar.
La búsqueda de verdad, en definitiva, exige paciencia técnica y rigor legal; exige, además, respeto por el dolor de quienes perdieron a Brenda, a Morena y a Lara. Porque la razón última de un proceso penal no es la exposición mediática ni la rapidez de la detención, sino la garantía de que, sea cual sea la sentencia final, la justicia haya operado con la seriedad y la eficacia que la gravedad del hecho reclama.