Darío Lopérfido, exdirector del Teatro Colón, gestor cultural y figura clave en la escena artística argentina, publicó un crudo y descarnado testimonio sobre cómo transita la esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
El ex director del Teatro Colón publicó un duro artículo en el que cuenta cómo la enfermedad transforma la vida, la percepción social y la autonomía personal.
Darío Lopérfido, exdirector del Teatro Colón, gestor cultural y figura clave en la escena artística argentina, publicó un crudo y descarnado testimonio sobre cómo transita la esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
El artículo, difundido este domingo en la revista Seúl y que formará parte de un futuro libro, revela sin eufemismos el deterioro progresivo, la pérdida de autonomía y la redefinición de su identidad personal atravesada por la enfermedad.
La ELA es una patología neurodegenerativa que avanza sin miramientos y sin ofrecer tregua. Para Lopérfido, ateo, escéptico y enemigo de los discursos heroicos alrededor de la enfermedad, no existe espacio para el optimismo impostado ni para la épica del “luchar hasta el final”.
En su texto, afirma que esta enfermedad no solo afecta el cuerpo, sino también la mirada social, la intimidad, los vínculos personales y la manera en que uno se reconoce frente al espejo.
Lopérfido inicia su artículo con una frase contundente: “Tener ELA es una mierda. No por la posibilidad de morir, que me tiene sin cuidado. La vejez me resulta odiosa; morir sin atravesar esa catástrofe humana, en cambio, me parece un alivio”.
Desde ese punto, despliega un relato que se aleja de cualquier intento de suavizar el impacto del diagnóstico. Sostiene que, a diferencia de otros cuadros graves, la ELA le quita incluso la posibilidad de construir un relato heroico para sí mismo o para su familia.
“Un buen cáncer te da un tiempo con tratamientos espantosos durante el que podés aparecer pelado y decir ‘yo le voy a ganar al cáncer’. En muchos casos, ese pelado se muere, pero le deja a su familia un legado: ‘cómo la peleó’. Con la ELA no. Tardó un año en arruinarme un pie. Imposible meterle épica a eso”.
La progresión silenciosa, sin batallas visibles, va calando en la vida cotidiana: caídas súbitas, pasos inseguros, movimientos que dejan de obedecer y actividades que se vuelven inviables.
Desde su diagnóstico, relata, su vida social comenzó a extinguirse. “Caminás pésimo, la voz se te vuelve de borracho y comés con el riesgo de que se te caiga la baba. Chau NOBU, chau pizzería del barrio: ya no querés que te vean comiendo y bebiendo. La ELA te embrutece”.
También apunta con dureza al cambio en la mirada ajena. Personas que antes lo trataban con naturalidad se dirigen a él como si fuera un niño, con un tono condescendiente que, según cuenta, lo irrita profundamente: “La gente cree que hablarle a un enfermo como si fuera un chico es darle amor. El amor no te arregla semejante desastre físico”.
Por eso, admite que su tolerancia se redujo al mínimo: solo acepta que le hablen con seriedad o con humor.
En uno de los pasajes más impactantes, Lopérfido afirma que la ELA lo obligó a redefinirse: “La vida tendría que tener velatorios parciales. El Darío de antes de la enfermedad ya murió. El actual es otra persona con otra vida y otros pensamientos”.
No siente nostalgia por su pasado, asegura. Pero sí reconoce que los placeres que marcaban su vida la comida, el cuerpo, la movilidad ya no existen.
“El cuerpo se vuelve una cárcel, y eso es lo que más extraño”, confiesa.
Los placeres intelectuales, en cambio, resisten: leer, escribir, escuchar música o ver películas.
Lopérfido, abiertamente ateo, descarta cualquier búsqueda espiritual o de “sentido” a partir de la enfermedad. “No creo en Dios ni en la medicina alternativa. No espero curas milagrosas. Sólo creo en los antidepresivos y en algunas drogas ilegales para mantener el ánimo”.
También se pronuncia a favor de la eutanasia, a la que define como “la muerte más liberal” y como un derecho fundamental:“Uno no puede decidir nacer, pero puede decidir morir. Vivir no debe ser obligatorio”.
Continúa trabajando y encontrando algunos momentos que considera valiosos, pero rechaza la idea de estirar el sufrimiento “en nombre del avance médico”.
Sin dudas, el tramo más conmovedor es aquel donde reflexiona sobre su vínculo con su hijo: “De todas las torturas que me depara la enfermedad, ser un padre limitado es la peor y la que no tiene solución. Escribir me calma porque pienso que cuando crezca y yo esté muerto, él podrá leerme”.
Esa escritura dolorosa, frontal y luminosa a la vez es, para él, un puente hacia el futuro de su hijo, un modo de dejarle una presencia cuando la enfermedad termine de apagarlo.
Cierra su artículo mencionando el contexto íntimo en el que lo escribió: escuchando la Obertura de Tannhäuser de Wagner interpretada por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Claudio Abbado.