DOLOR

La desgarradora confesión de la mamá del joven que apareció enterrado en la casa lindera a la de Cerati

El caso de Diego Fernández, desaparecido en 1984 y recientemente vinculado al hallazgo de restos humanos en la vivienda donde vivió el músico Gustavo Cerati, volvió a conmocionar al país.

La desgarradora confesión de la mamá del joven que apareció enterrado en la casa lindera a la de Cerati

El caso de Diego Fernández, desaparecido en 1984 y recientemente vinculado al hallazgo de restos humanos en la vivienda donde vivió el músico Gustavo Cerati, volvió a conmocionar al país. La investigación, que busca reconstruir uno de los crímenes más enigmáticos de la historia argentina, dejó al descubierto no solo datos judiciales, sino también una historia profundamente humana: la de una madre que nunca dejó de esperar a su hijo.

Se trata de Pochi, madre de Diego, quien mantuvo durante años un ritual cargado de amor, fe y desesperación. Todos los días, sin importar la hora ni el clima, salía al balcón de su casa para mirar la calle, con la esperanza intacta de que en cualquier momento él volvería.

Este gesto, tan sencillo como devastador, fue recordado por vecinos, amigos y familiares, y hoy cobra un significado aún más fuerte, a la luz de los avances en la causa.

Pochi nunca aceptó la desaparición de su hijo. Según el testimonio de un exdirigente del club Excursionistas, lugar donde Diego era conocido, ella mantenía una rutina inquebrantable: cada día, al menos una vez, salía a su balcón, se asomaba y recorría con la mirada la calle. No era un acto mecánico, sino un ritual cargado de sentido.

Siempre lo esperó”, recordó este testigo. “Tito, el papá de Diego, llegó a pensar que había sido secuestrado. Creía que podía tratarse de tráfico de órganos o incluso de una secta”.

La familia, golpeada por la incertidumbre, se aferraba a cualquier hipótesis que diera sentido a la ausencia. Y mientras las pistas policiales se diluían, la esperanza seguía viva en el balcón de Pochi.

Tito Fernández, padre de Diego, canalizó su dolor de una forma distinta. Recorrió incansablemente barrios como Belgrano y otros puntos de la ciudad donde su hijo solía moverse. Preguntaba en comercios, hablaba con transeúntes, se metía en lugares peligrosos.

No hubo noche en que no pensara en él. No hubo día en que no saliera con la ilusión de que alguna pista lo condujera hasta su hijo.

Trágicamente, siete años después de la desaparición, Tito murió atropellado en la calle, todavía en plena búsqueda. Para muchos allegados, su muerte fue consecuencia indirecta de aquel secuestro invisible que había atrapado a toda la familia: el de la incertidumbre eterna.

Décadas más tarde, la noticia del hallazgo de restos humanos en una vivienda que perteneció a Gustavo Cerati reactivó la investigación y el dolor. Aunque las pericias aún avanzan, todo indica que los restos corresponderían a Diego Fernández, aquel joven de 16 años desaparecido en 1984.

La familia entiende que este hallazgo podría significar un paso hacia la verdad y quizá hacia la justicia, pero también reconocen que el dolor se reabre con la misma intensidad que el primer día.

Para los psicólogos consultados, el gesto de Pochi puede leerse como una forma de resistencia al olvido. Cada vez que salía al balcón, no solo esperaba a su hijo: reafirmaba que él seguía existiendo en su vida, en su memoria y en su corazón.

El balcón se convirtió en su altar personal, un espacio donde se cruzaban la fe, la angustia y el amor incondicional. Allí, Pochi encontraba fuerzas para atravesar los días más oscuros.

El dolor de las familias de desaparecidos, explican los especialistas, es particular: carece de un cierre. No hay duelo posible sin certezas, y eso obliga a vivir en un limbo emocional que puede extenderse durante décadas.

Vecinos y conocidos de la familia Fernández recuerdan la imagen de Pochi como una postal habitual. Algunos, al pasar por la vereda, levantaban la mano para saludarla, otros cruzaban la calle para evitar la incomodidad de no saber qué decir.

Para quienes la conocieron, su fortaleza era admirable, pero también evidente su fragilidad emocional. “Ella siempre tenía una mirada fija, como si buscara algo en el horizonte. No hablaba mucho del tema, pero todos sabíamos lo que estaba pensando”, contó una vecina.

Tras la muerte de Tito, Pochi quedó sola frente a una realidad que la desbordaba. Sus otros hijos intentaron acompañarla, pero la ausencia de Diego marcaba cada conversación, cada reunión familiar, cada fecha especial.

En las fiestas, Pochi dejaba siempre un plato extra en la mesa, como si en cualquier momento él pudiera llegar y sentarse. Era un gesto pequeño, pero cargado de significado.

El caso de Diego Fernández no es solo un expediente judicial. Es la historia de una familia rota, de un padre que murió buscando, de una madre que se aferró a un balcón como último hilo de esperanza, y de un hermano que todavía hoy busca respuestas.

Para muchos, este episodio deja al descubierto una deuda histórica con las víctimas y sus familias, y plantea la necesidad de no dejar en el olvido casos que, aunque antiguos, siguen teniendo repercusiones emocionales y sociales.

La justicia ahora tiene la tarea de confirmar la identidad de los restos y esclarecer las circunstancias de la muerte de Diego. Pero para la familia, el verdadero desafío es mantener viva su memoria y garantizar que su historia no quede sepultada por el paso del tiempo.

Porque más allá del expediente, el caso de Diego es un recordatorio de que el amor y la esperanza pueden sostenerse durante décadas, incluso cuando la realidad parece no dejar lugar para ellas.