Lo que pasó después es casi increíble: Elisa aceptó sin dudarlo. En menos de 24 horas, dejó todo atrás y emprendió un viaje a Roma para comenzar una vida junto a él. Ese salto al vacío se transformó en una de las decisiones más importantes de sus vidas.
Desde entonces, nunca más se separaron. Viajaron, se mudaron, construyeron un hogar y una familia. Pero lo hicieron lejos de las luces, sin dar entrevistas ni aparecer en portadas. Eligieron el bajo perfil, como si guardaran un tesoro que nadie más podía tocar.
En 2018, después de diez años juntos, dieron el “sí” en una boda íntima, sin flashes ni paparazzis, fiel a la esencia de la pareja.
No todo fue fácil. Cuando Scaloni colgó los botines, atravesó una etapa de tristeza profunda. El fútbol había sido su vida, y de pronto, la cancha quedó atrás. Fue Elisa quien lo empujó a no rendirse, quien lo alentó a reinventarse, quien le recordó que todavía tenía mucho por dar.
Ese apoyo silencioso fue clave para que Scaloni se animara a tomar un nuevo rumbo: convertirse en director técnico. Un paso que terminaría cambiando para siempre la historia de la Selección Argentina.
En 2012 nació Ian, en Roma. En 2016 llegó Noah, en Mallorca, la misma isla donde todo comenzó. Scaloni suele bromear diciendo que, aunque sus hijos crecieron en Europa, “son más argentinos que yo”, porque heredaron la pasión por el país que él lleva tatuada en el corazón.
Elisa Montero no aparece en las conferencias de prensa, no habla con la prensa y no busca el reconocimiento. Pero quienes conocen a Scaloni saben que sin ella, nada hubiera sido igual.
Él mismo lo repite: su esposa es el sostén, la calma en medio de la tormenta, la fuerza silenciosa que lo empuja a seguir adelante. Una mujer que eligió el anonimato, pero que guarda en sus manos parte del secreto del éxito del DT campeón del mundo.