En Abramo, un pueblo de pocas familias donde todos se conocen y donde la infancia transcurre en un entorno compartido, la noticia corrió de casa en casa con una rapidez que solo puede compararse con el impacto emocional que dejó detrás. Nadie pudo permanecer indiferente. El silencio, el desconcierto y las muestras de apoyo hacia la familia Zaikoski se multiplicaron desde los primeros minutos.
El club Abramo Rojo, institución central en la vida social del pueblo, fue uno de los primeros espacios en expresar públicamente su pesar. En un comunicado difundido en redes sociales, comunicaron: “La familia del Rojo Abramo se encuentra sumida en el más profundo e inexplicable dolor ante la repentina partida de nuestro querido Benjamín Zaikoski, a la temprana edad de 13 años, a causa de un trágico accidente”. Las palabras fueron acompañadas por el dolor visible de los propios miembros del club, que vieron crecer al pequeño entre actividades deportivas, eventos comunitarios y tardes de juego.
El mensaje de la institución continuó resaltando el profundo arraigo social que tenía el niño: “En un pueblo tan pequeño y unido como Abramo, donde todos crecemos bajo el mismo manto de amor y cuidado, esta pérdida golpea directamente en el corazón de nuestra comunidad”. No se trató solo de un comunicado formal, sino de un verdadero reflejo del impacto emocional que la tragedia generó en cada familia, en cada vecino y en cada uno de los chicos que compartía con Benjamín sus días de escuela y de club.
Los integrantes del Abramo Rojo agregaron también: “Aunque el dolor hoy es inmenso, sabemos que la memoria de Benja jamás se irá. Su risa, sus travesuras y su andar seguirán presentes en cada rincón de Abramo: en las canchas, en el club, en las calles que lo vieron crecer y en cada encuentro”. Estas palabras lograron expresar una mezcla de tristeza y homenaje, un intento de convertir la pérdida en un recuerdo vivo que se mantenga en el tiempo.
Detrás de las frases institucionales hay historias concretas: vecinos que vieron crecer al niño, amigos que compartían tardes enteras, familias que se conocen de toda la vida. Para ellos, la noticia no fue solo un titular ni un suceso aislado, sino una fractura personal. En pueblos como Abramo, donde la pertenencia y los vínculos son parte central de la identidad, la muerte de un chico es un golpe emocional que se siente de manera colectiva.
Mientras la comunidad buscaba consuelo, comenzaron a conocerse detalles sobre la reconstrucción del hecho. El disparo habría sido realizado con un arma de fuego —cuya procedencia todavía se encuentra bajo investigación— manipulada por el adolescente que acompañaba a Benjamín. Las autoridades no brindaron información oficial definitiva, aunque sí se confirmó que ambos menores estaban solos en el momento del accidente.
En Argentina, y especialmente en las zonas rurales, el manejo de armas por parte de menores es una problemática compleja. Aunque existen regulaciones estrictas, la tradición de la caza deportiva o de subsistencia hace que en muchos hogares rurales las armas formen parte de la vida cotidiana, incluso cuando no todos los miembros cuentan con entrenamiento o supervisión adecuada. Este caso reabre un debate que aparece periódicamente: cómo garantizar la seguridad de los chicos en entornos donde el contacto con armas es frecuente y, muchas veces, naturalizado.
Los investigadores buscan determinar si el disparo fue accidental, si el arma se disparó por una mala manipulación o si hubo algún factor externo que contribuyó al desenlace. Hasta ahora, todo indica que se trató de un accidente, pero la Justicia continúa recolectando información para esclarecer lo sucedido. Las pericias balísticas, testimonios y reconstrucciones serán claves para comprender con precisión cómo ocurrió el disparo fatal.
En paralelo, la dimensión humana del hecho supera cualquier explicación técnica. La muerte de un niño en un pueblo pequeño tiene un impacto que trasciende lo judicial: destruye rutinas, altera dinámicas comunitarias y deja una marca indeleble en quienes compartían su vida cotidiana. Para los padres de Benjamín, la pérdida es devastadora y difícil de poner en palabras. Para sus amigos, es un vacío imposible de comprender a tan temprana edad.
En los días posteriores, Abramo se transformó en un espacio de duelo silencioso. Las calles que suelen llenarse con el ir y venir de familias y chicos se vieron marcadas por un clima de respeto y dolor compartido. En la escuela, docentes y directivos acompañaron a los compañeros de Benjamín, conscientes del shock emocional que una pérdida tan violenta puede generar entre niños y adolescentes. En el club, las actividades siguieron, pero con un tono diferente: los espacios de juego parecían incompletos sin la presencia del pequeño.
La comunidad, sin embargo, encontró distintas maneras de acompañar a la familia. Se organizaron cadenas de oración, muestras de solidaridad y gestos de presencia constante. En pueblos como Abramo, el acompañamiento es una práctica casi instintiva: se cocina para la familia afectada, se ofrecen vehículos, se brindan palabras de aliento, se permanece presente en velorios y despedidas. La unión comunitaria es uno de los pocos refugios frente a un dolor tan inmenso.
A la par del duelo, también se instaló la reflexión. Muchos vecinos comenzaron a preguntarse qué medidas pueden tomarse para evitar que tragedias como esta vuelvan a repetirse. La supervisión adulta en actividades con armas, la educación sobre seguridad, el almacenamiento adecuado de armamento y la necesidad de regular el acceso de menores a estas prácticas quedaron en el centro del debate.
Aunque se trata de un hecho aislado, para algunos habitantes de la zona la tragedia es una llamada de atención. La caza, tan arraigada en la cultura rural, puede ser una actividad segura cuando se realiza con formación, responsabilidad y supervisión, pero se convierte en un riesgo extremo cuando esos elementos fallan. En ese contexto, la muerte de Benjamín podría convertirse en un punto de inflexión para revisar costumbres naturalizadas.
Mientras tanto, la figura del pequeño Benja —como lo llamaban— quedó grabada en la memoria de todos. La comunidad prefiere recordarlo con su energía, su alegría y su participación activa en la vida del pueblo, antes que por las circunstancias trágicas de su muerte. Ese es, quizás, el primer paso en el camino hacia la sanación colectiva: transformar el dolor en memoria.