Los testigos que continúan declarando en el juicio por el intento de homicidio contra la ex vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner siguen sin poder esclarecer qué pasó con el teléfono del fallido asesino, Fernando Sabag Montiel.
La nueva audiencia continuó arrojando dudas sobre qué pasó con el teléfono del fallido asesino, Fernando Sabag Montiel. Un testigo, encargado de edificio y “chusma”, bajo el efecto “Comodoro Py”.
Los testigos que continúan declarando en el juicio por el intento de homicidio contra la ex vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner siguen sin poder esclarecer qué pasó con el teléfono del fallido asesino, Fernando Sabag Montiel.
Por ahora, solo queda claro que el teléfono estaba con poca batería y que pasó por muchas manos en el lapso inmediatamente posterior al ataque, hasta que finalmente quedó inutilizado y en modo “reseteo de fábrica”.
Es curioso, porque hay otra causa judicial, diferente de la que tramita ahora como juicio oral ante el Tribunal Oral Federal N°6, que también busca determinar por qué ese elemento de prueba fundamental se dañó de tal manera que hoy ya no es útil para conocer el detrás del intento de magnicidio.
Tan controversial es la situación que uno de los testigos que desfilaron hoy ante los jueces Sabrina Namer, Adrián Grunberg e Ignacio Fornari se enredó en su declaración, se angustió y terminó llorando y pidiendo reiteradamente “mil disculpas” por esas lagunas de la memoria.
En la audiencia de este mipercoles declararon el comisario inspector de la Policía Federal Julio César Soria, quien se desempeñaba el 1 de septiembre de 2022 –cuando ocurrió el atentado– en la división Intervenciones Judiciales. Estuvo a cargo de una parte significativa del operativo post-ataque, lo que incluyó el secuestro del teléfono de Sabag Montiel.
Uno de sus subordinados, Facundo Valerdi, explicó las circunstancias en que Intervenciones Judiciales fue convocada por la Jefatura de la Policía Federal para colaborar en esos primeros momentos después del fallido intento de Sabag Montiel.
Pero también él se enredó al hablar del teléfono: primero contó que lo había visto con la pantalla dañada, luego expresó que lo observó pero “de lejos” y finalmente describió una errática secuencia en la que él se lo entregó a Gonzalo Ruiz, de la división Cibercrimen; Ruiz se lo devuelve ya encerrado en una “jaula de Faraday” (que evita la emisión y recepción de señales que puedan alterar el contenido del aparato) y finalmente se lo volvió a entregar a Ruiz.
No fue la única contradicción aparente. Valerdi consignó que la división a la que pertenecía solo era convocada, como “fuerza neutral”, cuando había dudas sobre el accionar de otra fuerza de seguridad, “en este caso la Policía de la Ciudad”.
El dato no pasó inadvertido y el defensor del jefe de los vendedores de algodón de azúcar conocidos como “los copitos”, Gastón Marano, le preguntó por qué se había cuestionado el accionar de la Policía de la Ciudad. La respuesta fue que no se había puesto “en tela de juicio” la labor de esa fuerza de seguridad.
Entonces terció José Ubeira, el abogado de Cristina Fernández de Kirchner, quien le preguntó si en toda la secuencia posterior al atentado se habían presentado efectivos de la Policía de la Ciudad.
— No recuerdo que se haya presentado nadie de Policía de la Ciudad.
— ¿Le pareció normal?
— No, no me pareció normal.
La hipótesis de los abogados de la ex presidenta es que la Policía de la Ciudad “liberó la zona” en la que se produjo el intento de magnicidio.
Juan Ramón Meza, un encargado de edificios de 35 años de edad, protagonizó una situación de extrema angustia. Narró que tiene una hija de tres años y que fue convocado como testigo “por chusma”, porque trabaja a una cuadra del edificio de la ex presidenta y cuando supo del ataque salió a ver qué pasaba.
Meza estuvo desde las 23 del 1 de septiembre hasta las seis de la mañana del 2 observando –como testigo– todo lo que pasaba con Sabag Montiel y, también, con su teléfono.
Al momento de explicar si lo vio encendido o apagado, incurrió en contradicciones involuntarias que, luego quedaría claro, eran consecuencia de un estado de nervios que reconocía un origen anterior.
Meza declaró en la causa que procura saber qué pasó con el teléfono, ante el juzgado de María Servini, y allí le explicaron por primera vez qué es el “falso testimonio” y que tiene una pena de hasta diez años de prisión.
Con ese fantasma azotándolo, pronunció una maraña de palabras inconexas y frases destartaladas hasta que se largó a llorar, acaso suponiendo que lo iban a meter preso y no iba a poder estar con su hija de tres años.
La presidenta del tribunal, Sabrina Namer, lo contuvo, lo tranquilizó, le jugó alguna broma: “No se me ponga a llorar, ¿qué va a decir su hija, que lo está viendo por la tele? Declare tranquilo, ya pronto se va a su casa. No nos pida disculpas, no tiene nada de qué disculparse”.
El juez Ignacio Fornari le acercó un pañuelo de papel para que enjugara las lágrimas.
La reacción del encargado de edificios probablemente sea una polaroid de lo que Comodoro Py causa en la gente común, más allá de las honrosas y honradas excepciones.