CIENCIA

El fin del agua: ¿Puede Argentina volverse un desierto?

Aunque Argentina siempre se creyó rica en agua dulce, el cambio climático, las sequías y el retroceso de glaciares dibujan un futuro inquietante. De la Pampa húmeda convertida en árida al Paraná reducido a un cauce mínimo, ¿podría el país volverse un desierto en pocas décadas?

El fin del agua: ¿Puede Argentina volverse un desierto?

Argentina siempre se mostró como un país privilegiado en términos de agua dulce. Con glaciares en la Patagonia, humedales en el Litoral y ríos caudalosos que recorren su geografía, parecía imposible imaginar una crisis hídrica. Sin embargo, la ciencia advierte que esa abundancia tiene fecha de vencimiento. El cambio climático, la sobreexplotación agrícola, el crecimiento urbano y la contaminación están empujando al país hacia un futuro en el que el agua, lejos de ser un recurso cotidiano, se convierta en un bien de lujo.

La paradoja es clara: Argentina está entre los diez países con mayor disponibilidad de agua per cápita del mundo, pero varios de sus ecosistemas acuáticos ya muestran síntomas de agotamiento. Y si las proyecciones se cumplen, podríamos asistir a un escenario de desertificación mucho antes de lo esperado.

Glaciares en retirada: la caja de ahorro que se vacía

Los glaciares son el gran tanque de agua de la región andina. Actúan como una especie de caja de ahorro: durante el invierno almacenan nieve y en verano liberan agua, garantizando el caudal de ríos que abastecen a ciudades, represas y cultivos.

El problema es que en las últimas décadas la Cordillera de los Andes viene sufriendo un retroceso glaciar acelerado. Estudios del Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales (IANIGLA) señalan que muchos glaciares mendocinos y sanjuaninos perdieron más del 30% de su volumen en apenas medio siglo. Si esa tendencia continúa, provincias enteras podrían quedarse sin su principal fuente de agua en cuestión de décadas.

Un futuro apocalíptico no necesita meteoritos ni zombis: basta con imaginar una Mendoza sin riego para su vitivinicultura, o un San Juan donde la minería y la agricultura colapsan por falta de agua.

Sequías extremas en la región pampeana

La Pampa húmeda, orgullo del agro argentino, tampoco está a salvo. Durante siglos, los suelos fértiles y las lluvias regulares garantizaron la producción de granos y carne que alimentó al mundo. Pero el clima está cambiando.

En 2022 y 2023, Argentina atravesó la peor sequía en más de sesenta años, con pérdidas estimadas en 20.000 millones de dólares. Lo que antes se consideraba un evento excepcional podría transformarse en la nueva normalidad. Menos lluvias significan menos cosechas, más erosión de suelos y precios de alimentos cada vez más altos.

El riesgo apocalíptico es claro: la Pampa húmeda podría transformarse en una Pampa árida, donde el maíz y la soja sean lujos inalcanzables y donde las exportaciones dejen de sostener la economía nacional.

El Litoral y las ciudades sin río

El río Paraná, uno de los más importantes de Sudamérica, también dio señales de alarma. Entre 2020 y 2022 sufrió bajantes históricas que afectaron el transporte fluvial, la pesca y el acceso al agua potable de millones de personas. Ciudades enteras, como Rosario o Corrientes, se vieron obligadas a activar planes de emergencia.

Los especialistas advierten que el calentamiento global, combinado con la deforestación en la cuenca del Amazonas, podría volver estas bajantes cada vez más frecuentes. Un Paraná reducido a un cauce mínimo no solo afectaría a la población local, sino también a la generación de energía hidroeléctrica y al comercio regional.

En un mundo donde el agua escasea, no sería extraño que surjan conflictos por su control. Argentina ya experimentó disputas provinciales por el uso de ríos compartidos, como el Atuel entre Mendoza y La Pampa. Si la escasez se agudiza, estas tensiones podrían multiplicarse y transformarse en verdaderas “guerras del agua”.

También se abre un riesgo geopolítico: el Acuífero Guaraní, una de las mayores reservas de agua subterránea del planeta, se extiende por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. En un futuro de crisis hídrica global, no faltarán intereses internacionales que miren hacia esa fuente como un tesoro estratégico.

El apocalipsis, en este escenario, no llega con explosiones ni invasiones extraterrestres, sino con camiones cisterna custodiados por fuerzas armadas y bidones de agua cotizando más caro que el petróleo.

La buena noticia es que el destino no está sellado. Existen políticas y tecnologías capaces de mitigar la crisis:

  • Gestión sustentable de ríos y acuíferos.
  • Reutilización y reciclaje de agua en la industria y la agricultura.
  • Protección de humedales como esponjas naturales que regulan inundaciones y sequías.
  • Desalinización y captación de agua de lluvia, técnicas cada vez más accesibles.

Pero todo depende de decisiones políticas y de un cambio en la cultura del consumo. El desafío es dejar de ver el agua como un recurso infinito y empezar a tratarla como lo que realmente es: la base de toda forma de vida.

Argentina aún tiene margen, pero la línea de tiempo se acorta. El futuro apocalíptico que parece sacado de una serie de ciencia ficción —con ciudades enteras abandonadas por falta de agua, campos improductivos y conflictos sociales por un bien escaso— está mucho más cerca de lo que pensamos.

La pregunta, entonces, no es si el agua puede convertirse en el “oro líquido” del futuro, sino si los argentinos seremos capaces de cuidar lo que tenemos antes de que la abundancia se transforme en desierto.