El momento del impacto sería indescriptible. La energía liberada equivaldría a miles de millones de bombas atómicas. Un cráter de más de 150 kilómetros de diámetro, choque térmico instantáneo, incendios globales, fragmentos de roca ardiente atravesando la atmósfera como proyectiles. Cualquier cosa situada a cientos de kilómetros del punto de impacto quedaría volatilizada en segundos.
Luego llegaría el megatsunami, capaz de cruzar océanos enteros. Las ondas sísmicas activarían fallas, podrían desencadenar erupciones volcánicas y modificar abruptamente regiones enteras. Todo esto ocurriría en cuestión de horas.
Pero lo más devastador sería lo que vendría después. Igual que hace 66 millones de años, un impacto así levantaría una nube planetaria de polvo, ceniza y aerosoles que bloquearía la luz solar durante meses o años. La temperatura global bajaría entre 10 y 20 grados. Se frenaría la fotosíntesis. La agricultura colapsaría. El mundo tecnificado quedaría a prueba: pérdida de satélites, interrupciones masivas de comunicaciones, fallas en redes eléctricas y cadenas logísticas cortadas.
A diferencia del Cretácico, la humanidad tiene herramientas que los dinosaurios jamás tuvieron: bancos de semillas, redes de cooperación internacional, capacidad de almacenamiento energético, tecnología de supervivencia, transporte global, instituciones científicas. Todo eso haría que el impacto fuera devastador, sí, pero no necesariamente extintivo para nuestra especie. La civilización cambiaría por completo, pero la humanidad sobreviviría.
¿Sucederá pronto? Todo indica que no. La NASA y otras agencias espaciales tienen catalogados más del 95% de los objetos de gran tamaño que podrían chocar contra la Tierra. Ninguno representa una amenaza en los próximos siglos o milenios. Además, la misión DART —que logró desviar la órbita de un pequeño asteroide en 2022— demostró que la defensa planetaria ya no es teoría pura: es un campo en desarrollo.
¿Sería suficiente ante un monstruo de 10 km? No. Pero es un comienzo que las especies del pasado no tuvieron.
Pensar estos escenarios no es pesimismo; es perspectiva. La Tierra ha sido golpeada antes y lo será nuevamente… pero lo más probable es que no durante nuestra vida, ni la de nuestros descendientes cercanos. Mientras tanto, el monitoreo y la investigación continúan, porque comprender el cielo es también una forma de proteger el planeta.
El impacto que extinguió a los dinosaurios fue una tragedia ecológica sin precedentes. Si algo así ocurriera hoy, sería un golpe global, un trauma civilizatorio y un enorme desafío. Pero no el final. La ciencia y la preparación nos dan algo que los dinosaurios no tuvieron: posibilidades. Y, por ahora, todos los datos apuntan a lo mismo: el cielo está inquieto, sí… pero no tiene planes inmediatos de repetir aquella historia.