Dolarización

¿Vuelven los 90?: la épica de Milei, el narcisismo de Cavallo y la modorra melancólica de Macri

¿Qué hay detrás del discurso de Milei y del "nuevo" Macri? Falacias de la nueva ola liberal y la vendetta de los economistas. ¿Por qué es imposible que cumplan sus promesas.
Edi Zunino
por Edi Zunino |
Macri y Milei

Macri y Milei, miran el 1 a 1 de Cavallo y Menem

Principios de los 90. Carlos Saúl Menem ya se afeitaba las patillas y, con ellas, el mito de Facundo revivió para encarar el relato de la Argentina primermundista. Era impresionante verlo moverse entre las multitudes que iban a los actos. Mientras otros se atascaban en el amontonamiento, Menem avanzaba sin prisa, pero sin pausa, como flotando sobre una senda inexistente. “El secreto es dejarse llevar”, decía el caudillo, a esa altura convencido de que estaba haciendo historia. Los 90 parecen estar poniéndose de moda.

Quien más reivindica esos años -y arrastra por derecha a rivales que han sabido jactarse de su razonabilidad republicana- se mueve rodeado de custodios y lleva puesto, por consejo de ellos, un chaleco antibalas. Javier Milei proviene de otra parte. Acaso de la serie Black Mirror.

Pero sí: los 90 vuelven a convocar muchedumbres a la rastra de este personaje disruptivo y, sobre todo, de una inflación crónica que, al galope, reparte pobreza, desazón y mal humor.

En un país amarrado al espejo retrovisor, Domingo Cavallo –al igual que su lugarteniente de la convertibilidad, Horacio Liendo- volvió a ser un consultor estrella de dirigentes con aspiraciones presidenciales que, corridos por la muletilla dolarizadora mileísta, se pusieron a buscar la otra cara de la moneda: si le sacarían ceros al peso, si habría que ir a un sistema bimonetario, si será posible que un peso vuelva a valer un dólar de algún modo... por favor, aunque se tenga que llamar de otra manera. Menos austral, claro, porque aparte de ochentista fue un fracaso.

Ninguno de estos economistas está hablando, en realidad, de economía. Lo que ha vuelto es el rol de gurú, de por sí muy noventoso. Los 90, para quienes pelean por conducir el refresh liberal, significan un faro de éxito tapado por la bruma de los malos políticos. De la casta.

Algo de eso hubo, si bien no, precisamente, por obsesiones ideológicas ni sólo ambiciones desmedidas. Es que, así como la dupla Menem-Cavallo entro en el “uno a uno” avalada por una crisis desesperante que no dejaba ni pensar –los ahorros de la población estaban acorralados por el Plan Bónex-, la dupla De la Rúa-Cavallo quiso salir de ahí cuando ya era demasiado tarde y el país estaba en otra crisis aún más infernal que aquella, con otro corralito que luego fue corralón.

Los autoproclamados liberales, tan enojados con la política como dicen que están, siempre pasan por alto evaluar las dos razones básicas que permitieron el ensueño de que, durante una década entera, un pesito valiera un dólar:

1) Se decidió por ley, con el aval absoluto de los tres poderes del Estado.

2) Se sostuvo en el consenso extraordinario –y pasajero- entre un empresariado que sintió tocar el mundo con las manos, una clase media que pudo ahorrar y viajar, y asalariados que se fascinaron con la idea de que cambiar la indemnización por un remis o un parri-pollo los convertiría en empresarios.

En los 90 no hay ningún modelo económico que copiar. Aquel país no existe más. Lo que hay es el intento de recuperar alguna bandera que pueda mover alguna sensibilidad en votantes con más de 40 años.

Para los otros, los más jóvenes, la dolarización implica nada más –ni menos- que acaso una referencia obvia para transacciones que, aun inalcanzables, son sí o sí en dólares y en casi ningún caso se hacen usando billetes. Generacionalmente, la dolarización de Milei es épica: se da en lucha con “lo viejo”. La de Mauricio Macri es modorra melancólica: reivindica a Menem. La de Cavallo es autorreferencial. La de los tres es imposible. Les falta el poder político mínimo para imponerla y, sobre todo, hacerla durar.

Siempre pueden ser positivas, sin embargo, las retrospectivas que quedaron inconclusas. Estamos colmados de ellas.

O noqueados: ¿cómo es posible que semejantes triunfos hayan terminado, por costumbre, en fracasos tan rotundos?

El ser humano, como el burro, suele necesitar una zanahoria para arrancar. Lo ideal sería ponernos una zanahoria que, por lo menos, esté adelante.